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miércoles, 4 de agosto de 2010

La Perla de Barcino


Respiraba con dificultad el aire salado que venía del sur. Livia Drusilla caminaba pesadamente mientras negaba con la cabeza. Apretaba en su mano derecha la perla. Sin llorar, pero con un mar picado en su garganta, arrastraba los pies para llegar al puerto de Barcino donde podría desahogarse a sus anchas. 
El nácar entretejido en su laborioso peinado, su pulsera de oro, su saya de lino blanco, no la salvaron del infortunio. El cúmulo de lágrimas se le arremolinaba en la garganta pero no había llegado al puerto. Sus pasos se entorpecían con el bullicio y la muchedumbre que la abordaba, sus pensamientos eran ambiguos, lo único real eran las ganas de llorar.
Se entregaba a Lucina, diosa de los partos, mientras sentía su vientre abultado más pesado que nunca. Las mujeres que regresaban del puerto con las cestas llenas de pescados, pulpos y sepias, sabían lo que ella estaba sintiendo. La noticia llegó como un vendaval: Cayo Amatio había sucumbido ante la furia de Neptuno; cayó de su embarcación frente al mar de las Decápolis y desapareció. Fueron vanos los intentos de recuperar al menos su cadáver; el mar lo devoró.
El Mediterráneo apenas canturreaba en un murmullo; su color azul plomo brillaba a la hora prima. Al verlo, Livia Drusilla no lloró como había imaginado, suspiró y se detuvo a contemplar la belleza de la escarcha marina. Dio varios pasos que la acercaron al muelle donde flotaban embarcaciones repletas de cántaros de arcilla rebosantes de aceite de oliva, tigres enjaulados, géneros de Oriente, pájaros de colores y marineros pestilentes y agotados. 
El esclavo preparaba el baño para su señora, hojas de tomillo y flores de lavanda infusionadas en agua pura de manantial, un hilo de miel y granos finos de sal; para friccionar la espalda y los pies, aceite de almendras y polvos de avena para el rostro… La saya de lino blanco y el tocado de hilo de oro y nácar para el cabello. Livia Drusilla se sumergió en el agua, pensando en él, en lo lejos que debía estar en ese momento y elevó una plegaria silente a Neptuno, bronco señor de los mares, pidiendo que lo protegiera de las tormentas y lo trajera pronto, mientras acariciaba su vientre prominente tratando de calmar al niño que se movía dentro de él.
Durante los meses de ausencia de Cayo Amatio, ha dedicado sus horas a supervisar el orden de la casa, los debidos rituales religiosos a los ancestros y a la cocina, su lugar de refugio y creación. A pesar de contar con doce esclavos domésticos y varias decenas de esclavos en las viñas, Livia Drusilla siempre ha preferido cocinar y se decidió esa mañana por dátiles cocidos en vino blanco de Tracia, queso ahumado de leche de sus muchas ovejas, y pan de cebada recién horneado en la leña del lar. En sus manos, el pan untado con fino aceite de las olivas de Tarraco le recuerda a su padre muerto meses antes, Publio Druso, de quien heredó una fortuna y un extenso olivar que producía aceite de arbequina dorado y aromático famoso en todo el Adriático. Publio la prometió a los doce años, a un rico productor y exportador de vinos tintos, antiguo y recio general del ejército romano, sin imaginar que estuviera signando el destino de su hija bajo la más profunda de las desgracias.  

La Perla de Barcino II parte


El día de su matrimonio, Cayo Amatio sacrificó veinticinco machos cabríos a la bella Juno para la buena suerte en el tálamo nupcial y larga prosperidad en el matrimonio, desposaba a la hija de un próspero mercader, quien además de joven tenía el aspecto de las mujeres fértiles y bellas de las tierras tibias de los límites occidentales del Imperio. Esa noche, Livia Drusilla, a pesar de los esfuerzos de engaño y disimulo, no pudo evitar la golpiza y el riesgo de ser devuelta por no ser virgen. Cayo lo notó de inmediato pese a haber bebido varias jarras de hidromiel de su selección personal y si no la desterró como era su derecho, fue porque sintió compasión en el último momento, de la cara ya amoratada y el gesto desvalido de su valiosa presa. 
El navío estaba repleto de ánforas cargadas de vino tinto, olivas en salmuera y agua para el viaje. Cayo paseaba con vanidad por su barco y pensaba en lo lejana que estaba su niñez de huérfano en Cartago; el hambre, el frío y la soledad quedaron atrás y casi le cuestan la vida. Nombró a su barco “Cunina”, en honor a la diosa de la infancia que lo protegió de la esclavitud y la muerte que parecían predestinada para él. El perfumado cargamento se destinaba a la costa norte de África, donde Cayo comerciaba con éxito sus exquisitos vinos. Unió en sus viajes ambas pasiones descubiertas en la madurez, la fermentación de la uva y la navegación. Quedó huérfano a los seis años; sus padres murieron en un naufragio del cual él sobrevivió y deambuló por las calles robando comida hasta que se topó con una guarnición militar, el ejército romano, que lo recibió para darle de comer a cambio de convertirlo en objeto del deseo de los soldados, en receptáculo de su ira y su concupiscencia.
Cayo se hizo a sí mismo guerrero en defensa del imperio en una travesía que duró ocho años y que abarcó desde el norte de África hasta la soñada Galia, donde se instaló y desarrolló una carrera militar intachable bajo el amparo de Pablo Amatio Lurco, el centurión, quien lo adoptó a sus catorce años y le legó el derecho de ser romano. Nunca tocó el mar en su largo recorrido, lo creía maldito por la sangre de sus padres, pero al llegar a la edad del retiro, Roma premió su talento de estratega y de combatiente con una enorme extensión de tierra buena para la vid en la floreciente región de Barcino, lo que lo convirtió en un espléndido productor de vinos finos y en esposo de Livia Drusilla. En la abundancia decidió vencer su antiguo miedo y se hizo al mar a comerciar su primorosa mercancía, y consiguió en océano el sosiego que nunca encontró en el estrépito de la guerra.  
No tenía recuerdo de la primera vez que lo vio, parecía haber estado en su vida desde siempre, como una presencia indefinida, un poco triste. En su niñez, Livia Drusilla escapaba a refugiarse de su soledad de hija única sin madre a estofar con Áurea mientras Lauro, estudiaba el cielo nocturno e identificaba la posición de las estrellas.
Su nodriza, la esclava Áurea, cuidaba de ella y de su hijo con igual devoción, a ambos los inició en los misterios de los ritos religiosos y mientras que a Livia Drusilla la entregó a Venus Genetrix, a él lo entregó a Neptuno para hacerlo fuerte, para que en el mar consiguiera el sentido de su vida. Ambos crecieron bajo el manto protector de la dulce Áurea, hasta que ella logró comprar su libertad e instaló una pequeña y primorosa thermopolia, un lugar cálido saturado de perfumes comestibles, donde discretos prodigios culinarios salían de su cocina: pajaritos cocidos en salsa de alcaparras de Hispania, corderos cebados perfumados al laurel, jabalí de Libia en salsa de ciruelas, olivas marinadas en ajo y orégano, y para clientes adinerados y caprichosos, su especialidad, pavo real en su plumaje.
Lauro, el hijo liberto de Áurea, creció creyendo que Livia Drusilla era su hermana, compartían las atenciones de la buena nodriza, el alimento, los juegos y eso continuó durante toda la infancia hasta que un día, la verdad se le manifestó como un golpe certero en el centro del pecho cuando supo que, a los doce años, el padre de Livia Drusilla la había prometido a un extranjero de fortuna rebosante y que hubiera podido ser su abuelo. Toda la verdad se le hizo espuma en las venas al imaginarse su futura vida sin ella y así tomó la primera decisión crucial de su adultez, revelarle el secreto de su alma aturdida por el pavor de perderla. Livia Drusilla le respondió con llanto y con la promesa de matarse si se concretaba el matrimonio porque en ella también habitaba el amor gracias al dardo de Cupido. Concibieron planes de escape, fantasías de huídas, pidieron ayuda a Áurea quien les prohibió la fuga y los amenazó con delatarlos sólo por el pánico de las consecuencias, perder a Livia Drusilla, la hija de su leche y ver desmembrado y arrastrado el cuerpo de su hijo, carne de su carne. En el delirio de la complicidad, ella consiguió valor para corresponderle el amor a Lauro quien juró evitar el matrimonio, pero el peso del poder de Publio Druso y de Cayo Amatio los devolvió a la realidad el día que Livia Drusilla no volvió a la thermopolia a cocinar pajaritos o a amasar pan.
Cayo intentaba mitigar los golpes de los primeros años de convivencia, con regalos en oro, perfumes y especias que Livia Drusilla amaba usar profusamente en sus fogones. Luego se convirtieron en cotidianas las palizas, que ella disimulaba con cremas de nácar traídas de Alejandría, períodos largos de encierro y un mutismo que su esposo confundió muchas veces con extravíos del alma cercanos a la locura de la Pitia. Cuando se hacía al mar, Cayo suplicaba perdón a ella y a todos los dioses, y prometía que al volver todo sería distinto. Al regreso, alguna vacilación en el habla de Livia Drusilla, una tardanza en responder, un suspiro suelto, despertaba la furia titánica y el golpe caía sin piedad en la esposa que varias veces intentó y nunca logró escapar, presa de su propia mansedumbre.
La profunda herida íntima de Cayo, su nostalgia del amor materno, la incapacidad de abrir el alma, el tormento por haberse casado con una mujer manchada, lo torturaban con susurros de violencia y destrucción, que sólo conseguían salida en los castigos perpetrados contra Livia Drusilla. La preñez de su esposa alivió la agonía de sentirse desamparado y de la sensación recóndita de no pertenecer a nadie, y significó una tregua en la barbarie diaria que lo embrutecía y lo cegaba convirtiéndolo en un verdugo impenitente.
El matrimonio de Livia Drusilla marcó un segundo destino. En el abatimiento que le produjo, Lauro decidió irse al mar a conjurar la tristeza con salitre del Mediterráneo. Se embarcó a precio en travesías eternas, peligrosas, cruzó varias veces los mares del Sur, conoció las extravagantes tierras de la lejana Asia, se entregó al amor equívoco de las hetairas de los múltiples puertos y en el inconmensurable azul marino consiguió atenuar sus ganas de morir una y otra vez, y sin embargo la llamada de su tierra le hería los sueños, después de varios años, volvió a Barcino. Al principio quiso mantenerse distante de Livia Drusilla, pero un día, Áurea, leyendo el alma de su hijo, lo animó a que retara la suerte y se acercara a ella.
Al terminar el baño, la esclava del vestido se acercó y untó de bálsamo perfumado de azahar el vientre de su ama. En la semi penumbra del gineceo, el tibio aroma de las velas de vainilla casi la llevaban de nuevo a los brazos del Dios Somnus; su estado avanzado de gravidez le entorpecía la respiración y Livia Drusilla se recostó en su cama e intentó relajarse pensando en él, lo imaginó lanzando las redes desde el barco para pescar. Habían pasado seis meses desde que el navío de mercancías partió y las palabras de su promesa le retumbaban en los oídos aún, “cueste lo que cueste”. Un reventar de puertas las sobresaltó a ambas, esclava y ama se acercaron a la entrada de la habitación lentamente, hombres y mujeres gritaban confusamente pidiendo clemencia a los dioses, la fiera imagen de las Parcas, irrumpió sin piedad en la mansión de los Druso.
No quiso entrar al barco. En el muelle se encontró con el capitán del navío quien le manifestó su pésame escuetamente y le dijo algo sobre la honorabilidad de su esposo. Livia Drusilla escuchaba las palabras como si vinieran de debajo de la tierra, escuchaba el murmullo marino como una llamada. Con lentitud se alejó del lugar y caminó sin rumbo a través del puerto, perdiéndose entre las cestas de mejillones y los gritos de los vendedores de morenas y langostas. 
Nunca pensó que podría librarse de dar explicaciones. Seis meses de angustia habían desembocado en esta solución que los dioses del Olimpo le habían destinado. Estaba completamente sola y no le debía nada a nadie.
El niño en su vientre se movía inquieto mientras ella elevaba mentalmente plegarias de agradecimiento al colérico Dios Neptuno que la había salvado de la golpiza definitiva, la que hubiera podido significar el aborto de su hijo y para la cual se había preparado para defenderse como una fiera, contra la vieja mano de Cayo Amatio.
Al fin lloró, de tristeza, de alegría, de alivio, de culpa, mirando el agua azul que se había tragado al hombre feroz y maligno que la llenaba de oro y de golpes, y que entró al Averno pensando que el primogénito que había dejado sembrado en el vientre de Livia Drusilla le pertenecía, cuando en realidad fue el amor de Lauro, marinero del mismo barco, quien le había regalado una perla prometiéndole liberarla “cueste lo que cueste” y para siempre, origen y fin de su maternidad, maternidad que estallaba justo en ese momento, al dar a luz a su hijo frente al mar, a la hora sexta. El perdón de la Diosa vino envuelto en sangre clara, era una niña y por amor a la diosa Cunina y a Venus Genetrix, la llamó Perla.

sábado, 24 de julio de 2010

Helada Eternidad

Para mi hermano Jack

Tenía un mapa olfativo de Mérida y sus alrededores; por los efluvios, sabía con exactitud dónde estaban sus congéneres de la camarilla y los seres humanos: ganado palpitante en donde corría, fragante y dulce, la sangre, leit motiv de su existencia.

Mora, a media noche, cuidaba de sus rosas y aspiraba el perezoso perfume que de ellas emanaba. Desde que había sido abrazado por un vástago belga en 1811, había adquirido la sed persistente, la intensificación de sus sentidos y una sensibilidad exacerbada por el arte y la belleza. Quedó ciego de un ojo en su niñez de humano y su visión fue limitada hasta que conoció el deleite ambiguo de la inmortalidad entregada por Jean Luc, quien, además de agudizarle la vista y sobre todo el olfato, le hizo un regalo mayúsculo al otorgarle la posibilidad inaudita, de comer y degustar no sólo sangre, sino todo lo que se le antojara, sólo por el placer de la lengua.

Le gustaba sentir las espinas de las rosas en sus dedos, era una sensación que le recordaba su vida, la que había vivido cuando el oxígeno enrojecía su propia sangre y el miedo a morir era su brújula para evadir los peligros de la guerra contra el imperio español. Presenció la prisión y muerte de su querido Miranda, y, aunque ya en ese tiempo pertenecía a la camarilla, ese fue el último dolor, resto de sus sentimientos humanos, que lo abatió para siempre y le hizo ver la vida con cinismo y desencanto. De su vida humana no hablaba nunca, de la no humana tampoco… Desde que recibió el abrazo punzante y doloroso de la inmortalidad, había descubierto que el aquí y el ahora eran los recursos para librarse de los tormentos del recuerdo.

El otro placer de Mora era caminar la montaña. Casi todas las noches sentía el llamado de la tierra como un rumor interno y se adentraba serenamente en lo que él recordaba como el verdor. Cazaba luciérnagas por el puro placer de tener frente a sí una fuente de luz natural inofensiva, percibía el aroma de La Mucuy Baja como una mezcla de yagrumo, azahar y leche de vaca, de tanto caminarla, se atrevía a cerrar los ojos y guiarse sólo por su ancestral olfato que lo convertía en el dueño de la noche.

En la nocturna soledad del cerro encontraba una hermosura sombría y melancólica, pero llena de vida. El nervioso andar de los escorpiones, el siseo casi imperceptible de las culebras que se escondían a su paso, el vuelo de las lechuzas, los ancianos eucaliptos que murmuran con el viento helado, y la vista del estrecho valle de la ciudad, iluminado y silencioso, le daban la sensación de ser una criatura natural, y durante esos momentos se detenía el agobiante y antiguo dolor de no pertenecer ni siquiera a los de su mismo linaje.

El aroma de Tibisay, mezcla de jazmín y clavo dulce, le avisa que ella se acerca y calcula que en dos horas llegará a El Rosal, su finca sembrada el corazón de la cordillera andina. Es probable que venga con pedidos de rosas y las cuentas pagadas. Camina hacia la casa y desciende a la bodega que contiene varios cientos de botellas llenas del elixir sanguíneo que lo mantiene vivo y lejos de la forma más primitiva de alimentación de su especie: la mordida en la yugular. Redondo, con ese dejo almibarado y terso de la niñez, el elixir cuatrocientos cincuenta y seis es paladeado por Mora que cierra los ojos e imagina a la niña, morena, regordeta y sonriente, dueña del noventa y nueve por ciento de esa sangre; el uno por ciento restante le pertenece a él, es su contribución para convertir la sangre humana, perecedera y con tendencia a la coagulación, en un fluido néctar de frescura inefable.

Tibisay recorre a medianoche la carretera trasandina, el frío del páramo le causa buen humor y disfruta de la solitaria y curvilínea extensión de tierra que se abre a su paso. Nunca ha salido de Mérida y piensa de sí misma que sólo puede vivir a baja temperatura y con poco oxígeno. Haberse convertido en ghoul de Mora le había traído beneficios a los cuales jamás hubiera podido tener acceso de no haber bebido de la herida en la muñeca pálida del dueño del rosal más fructífero del país. Continuaba siendo humana, pero había adquirido una enorme fuerza física, salud inmutable y la capacidad de leer la mente de todos los que ella viera, a excepción de Mora. Encargarse de los rutinarios y demasiado humanos detalles como pagar la electricidad, cobrar los cheques, contratar trabajadores y negociar las rosas, era un mínimo precio a pagar para disfrutar del goce de saberse fuerte y conocer los secretos de los corazones de los demás. Había desarrollado, luego de enterarse de las bajezas y luces humanas, un tipo de compasión por el prójimo, porque había descubierto que todos sufrían por las mismas razones.

El clavo dulce y el jazmín eran casi palpables, así que Mora encendió con su pensamiento, las luces del jardín para que entrara sin dificultad. Se saludaron fríamente y revisaron las cuentas del rosal. Mora siempre lamentó la condición asexuada de su estirpe, pues Tibisay no sólo le parecía hermosa, la había elegido como ghoul por su gracia y cierto desparpajo al hablar producto de su inteligencia. Tibisay estaba, por su lado, no sólo poseída por el encantamiento que la sangre de Mora producía en sus venas al correr por ellas, sino por el asombro que le causaba cierta tibieza en la piel del vástago de corazón pétreo, cabello negro y nariz perfilada y por la fascinación que le producía el hecho de que él había visto pasar buena parte de la historia del país frente a él.

Luego de quince años de conocerlo, Tibisay siempre ha coqueteado con él, aunque sabe que no puede obtener más que una mirada indulgente y una media sonrisa. Mora cierra los ojos al percibir la emanación de feromonas mezcladas con perfume y restos de sudor y se compadece a sí mismo por no tener en su cuerpo la capacidad de producir semejante exhalación de aroma exquisito. Hablan sobre los próximos pedidos de flores y sobre un cuadro de Ramón Chirinos, el magistral pintor larense, que Mora quiere comprar para su desordenada y muy bien nutrida colección. Al acercarse el amanecer, se despide de Tibisay tomándole la nariz entre sus dedos como lo ha hecho siempre, desde el día que la conoció y se retira a su habitación, a dormir en su seguro ataúd, el sueño diurno de su no vida inmortal sabiendo que ella estará ahí para cuidarlo...

Helada Eternidad II parte




-Crema de berros de la orilla del caño, Mora. Un carré de cerdo con salsa de chocolate y una panna cotta, con sirope de tus rosas- dice sonriendo Tibisay con su fuerte acento de La Mucuy Baja, mientras él la mira fijamente y le pide que le sirva de inmediato. Ambos se sientan a comer y entran en el espacio que más los une, el gastronómico. Una copa del elixir corona el plato de él, agua fría el de ella. Ambos comen despacio, sabiendo el placer que el otro está sintiendo, incluso se permiten el gesto lúdico de darse comida en la boca. Mora le dice que la pimienta es el canto de la naturaleza comprimido en una semilla, ella ríe y responde que opina lo mismo del jengibre. –Eres una cocinera extraordinaria, Tibi- y aunque ella ha oído la misma expresión un sin fin de veces, expele un perfume de caramelo que típicamente acompaña a su rubor.

Luego del banquete, una taza de café guayoyo con canela y una conversación a la luz de la luna que se asoma en el perfil del cerro, y del fulgor de las rosas que brillan en su rojo feroz. A Tibisay, su condición de ghoul le sienta bien. Antes de mezclar su sangre con la de Mora, era una mujer delgada, pálida y enfermiza. Solitaria por vocación, el vínculo con Mora le calzó como un anillo a su dedo deseoso de una compañía que no la esclavizara con amor. La voz grave y profunda, las manos pausadas, la inclinación al hedonismo, le parecían a ella cualidades de su carácter que lo hacían una exquisitez, aunque imposible de degustar. Sublimaba su deseo de él escuchándolo atentamente, acompañándolo en sus paseos, complaciendo sus siempre enrevesados deseos culinarios y demostrándole sin pudor que si estuviera vivo, él sería el amor de su vida.

En noches con estas, Mora se pone nostálgico, sabe que seduce a Tibisay con sus historias, habla de lo difícil que es ser inmortal, de lo hermosa que recuerda la luz del sol, de la belleza que descubrió en la vida justo cuando la perdió. Habla también sobre lo afortunado que es como vástago, sobre la vitalidad que descubre en el monte cada vez que lo camina, sobre su bodega llena de elíxires de distintos sabores, bouquets y orígenes, de cómo se burlan de él sus hermanos de la camarilla por preferir beber el elixir de una copa y haber abandonado la costumbre primigenia de succionar del cuello humano.

–El elixir es un misterio. Llegué a él haciendo muchos experimentos, hasta que al fin logré lo que buscaba, sangre fresca, untuosa y perpetua, pero esas no son sus únicas cualidades- Dice el vástago, ejercitando su capacidad seductora –El elixir, mi querida Tibi, tiene un poder que ni a ti ni a mí nos hace falta- hace una pausa larga, calculando el impacto que generará en ella el secreto que le revelará.

Del páramo baja un viento helado y ronco que se cuela por las ventanas de la casa, Tibisay se frota las manos y mira a Mora con curiosidad, jamás lo había oído hablar en un tono tan íntimo y con el ánimo de revelar secretos –Tu salsa de chocolate me llegó hasta el alma y me puso hablador- dice, guiñándole un ojo. –Tibi, ¿sabes cuál es la característica más notable del elixir?- Ella niega genuinamente con la cabeza. –Mi experimento dio como resultado una paradoja, añadir una minúscula gota de mi sangre a una botella de sangre humana resultó en lo que el ganado llama “panacea”. Es un fluído que concentra un poder regenerativo tan vital que es capaz de curar a los humanos hasta del sida-. La última palabra retumba en sus oídos. El vértigo de conocer un secreto que puede cambiar el rumbo de la historia le hela las manos a Tibisay. Ni siquiera lo que siente por Mora, ni su sangre en su torrente sanguíneo, evitan el pensamiento de una humanidad saludable, redimida por el contrasentido de salvarse de la enfermedad por la acción de un vástago, egoísta y frío al punto de haber visto padecer al mundo de plagas terribles sin hacer nada al respecto.     

La vanidad de Mora lo hace cometer un error al interpretar como admiración, y no como odio, el aroma a mango maduro de Tibisay –El ganado no merece salvarse ¿no es cierto? Los humanos no son sólo tontos sino autodestructivos, no tengo ninguna buena razón para compartir mi elixir con ellos-.

La nariz entre los dedos, la despedida hasta mañana, Mora caminando hacia su ataúd y el aturdimiento que vibra en su estómago hacen que Tibisay tome la decisión de su vida.
A las nueve de la mañana, entra en la bodega, almacena las quinientas setenta y dos botellas de elixir en cajas, recibe a un camión de mudanzas y envía el tesoro líquido al lugar que ella supuso más seguro: la catedral de Mérida. Pide en una carta que hagan análisis químicos al elixir, que no puede develar su origen, que es un milagro hecho sangre y que curará a millones de personas.

A las seis de la tarde, exhausta, ve al sol por última vez, sabe que la ira de Mora la consumirá y admite que eso es lo que siempre ha querido. Mira las rosas y piensa en lo que abandona, en el cambio que sufrirá y en que dejará de sentir compasión o amor. Se despide de su vida mortal, de sus apegos, de sus miedos terrenos y sube a la montaña, donde Mora la encontrará y la abrazará al fin para acabar con la agonía de tener un corazón vivo que ama ineluctablemente a un vampiro… Y abre las puertas del infierno helado de la eternidad. 

martes, 15 de junio de 2010

Público Cautivo

Pablo García Gámez es mi amigo, y se destaca por su bonhomía y su gran sentido del humor. Es un artista talentoso, integral y lúcido y en su obra se translucen todas estas virtudes y más, se dedica no sólo a la literatura sino al teatro . Vive en Nueva York, acaba de terminar  una maestría en literatura española en The City College of New York y su cuento "Público cautivo" obtuvo el Primer Lugar, categoría cuento, del Club de Español Spanías de The City College of New York, 2010.

Disfrútenlo

Público cautivo 

Para Francisco Mujica



El tren reduce la velocidad y para en la estación Lexington. Varios segundos, eternos, antes de que el vagón abra sus puertas. En la espera interior, hombres, mujeres, niños se atrincheran en las puertas esperando ser los primeros en pisar la plataforma y caminar a zancadas.

Los que esperan en el andén desesperan como los del vagón; tal vez más. Se abren las puertas. Algunos intentan entrar y tropiezan con los que quieren salir; no hay palabras, si acaso miradas. En la batalla ganan los que salen por su estrategia de salir en bloque y llevarse por delante a los que están obsesionados por ocupar un asiento lanzándolos a los lados de las puertas.

Los primeros en entrar ganan los pocos asientos disponibles. Un hombre de camisa con mangas remangadas y corbata increpa con la mirada a la mujer que tiene una bolsa en el asiento a su lado y que quita con disgusto. Otro hombre se sienta y del bolsillo de su chaqueta saca un libro, lo abre y fija la atención en él aislándose del gentío; el libro es de Dale Carnegie, es una guía para ganar amigos. Entre la multitud se distingue la madre con su cochecito en el que va el niño dormido. Una vez adentro, los pasajeros asaltantes sienten que el vagón no tiene aire.

Se escucha la voz mecánica anunciando que ésa es la última parada en Manhattan; la próxima estación es Ely Avenue-21st Street en Queens. Se escuchan dos timbres, señal de que las puertas están por cerrar, última oportunidad de los rezagados para empujar hacia el interior del vagón. Cerradas las puertas, arranca el tren. Un hombre con un saxo atado a una cuerda de sonrisa cálida y palabras cadenciosas hace un anuncio:-Buenas tardes, damas y caballeros. Mi nombre es Clerman. Soy músico aficionado. Les voy a pedir que colaboren con lo que puedan y así no toco. Gracias.

Algunos pasajeros piensan que es una broma del músico; otros ni le prestan atención. La mujer de la bolsa y el hombre del libro se hacen los distraídos. Incluso hay pasajeros que desean que toque, al fin y al cabo, Clerman tiene el porte de un músico de orquesta.

Pasados varios segundos, Clerman se lleva la boquilla del saxo a la boca. Toma aire y comienza a soplar. El impacto es inmediato. El ruido llega a todos los oídos. Estridencias, aullidos, gritos, chillidos, quejas salen del instrumento que deja de ser musical para ser de tortura. Clerman es el demonio dueño del infierno acústico. El tiempo se detiene en cada graznido. El público, cautivo, aguanta la primera embestida con dignidad. Clerman deja de crear los monstruosos ruidos, aparta la boquilla y con una sonrisa anuncia:
-Ya que les gusta, interpretaré otra pieza compuesta por mí. Y a propósito, el tren va a demorar en llegar a la próxima estación porque están haciendo reparaciones en la vía. Tendrán la oportunidad de apreciar mi música.

No bien acabado Clerman, la voz metálica anuncia por los altoparlantes que el tren va a demorar: hay obreros en la vía. Palidez e incredulidad. Unos miran al techo como pidiendo misericordia. La señora de la bolsa se finge dormida. Una de las ancianas que va de pie saca de su bolso la revista de farándula y rasga pedacitos en el intento de hacer tapones para los oídos. El hombre del libro tiene la vista fija en las páginas: las palabras se amotinan y en el desorden no saben qué decir. El músico inicia la segunda tanda. El bebé del cochecito se despierta y empieza a berrear; sigue el desconcertante concierto. Llega la segunda pausa y extiende el sombrero. La primera que lanza unas monedas es la madre de la criatura. La mujer de la bolsa le tiende unas monedas con rabia. La mayoría de los pasajeros extiende el brazo hacia el sombrero.

El músico se detiene frente al lector, es el único que no ha colaborado. El hombre está frente al libro, el dolor no existe: lo leyó en un libro de visualización creativa. Clerman se para frente a él y toca. El rojo de la cara del lector atraviesa las páginas del libro; el hombre es inmutable al castigo. Los pasajeros, sobre todo la mujer del niño miran al lector que se hace el desentendido. La anciana de pie es categórica:

-Dale lo que sea o te reviento el bolso en la cara.

El hombre mete la mano en el bolsillo, saca un billete y se lo da al músico. El billete cae dentro del sombrero en el momento en que cae una lágrima del lector.

-Gracias por su colaborar con un pobre músico.

Una vez que el tren se detiene. En la espera, hombres, mujeres, niños se atrincheran en las puertas esperando ser los primeros en salir del vagón.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Gatopardo

Amor mío:

Paladeando aún el sabor de tu piel, te escribo.

Estás acostado boca abajo, con la espalda descubierta y tal vez soñando mientras yo escribo esta carta. Es cierto lo que supones, sin embargo hay un matiz que desconoces. Hoy, al despertar y leer estas letras, te sorprenderás de lo inocente que has sido.

Desde que comenzamos a compartirnos, mi feminidad se ha revelado como una orquídea perfumada y silvestre que florece con descaro. Desde la primera vez supe que estaba hecha para retozar bajo las sábanas contigo y nuestros amigos, que había pasado la vida anhelando algo desconocido que finalmente hallé entre los pliegues de las pieles sudorosas y encendidas de quienes han participado de nuestras lujuriosas celebraciones.

Acaba de irse Joaquina, extenuada y feliz, me ha dicho que regresará en la mañana para conversar contigo. Yo supe, al instante, que Joaquina era maravillosa, tanto, que tuve mis dudas con respecto a meterla en nuestra cama, pues, sabía que sus ojos rasgados, su inteligencia cáustica y su metro sesenta y cinco iban a causar en ti el efecto de un sismo. No sentí lo mismo con Malú, la primera que entró en nuestro dormitorio, en donde ambos temblábamos de miedo mientras ella, experimentada y amable, nos decía que no había razón para temer, que era de lo más natural, que ella haría todo y que nosotros nos dejáramos llevar. Tampoco lo sentí con Alfredo, el primer hombre a quien invitamos para que fuera nuestro compañero de juegos, a quien siempre vi como un amigo de esos que conoces desde siempre, inofensivo y grácil, quien nos abrió las puertas de su sexualidad radiante y nos hizo reír con sus ocurrencias.

Tú, entre todos, siempre resaltaste, mi adorado, como quien más seguro estaba, como quien más se divertía. Tu cuerpo se adaptó de inmediato a recibir cariño de dos bocas, a festejar ruidosamente el placer que te prodigábamos, a celebrar el hecho de que tú y tu esposa pudieran ser felices dándose el uno al otro el sofisticado placer de otros cuerpos. Cada vez que probé tu sexo meloso aderezado con el sabor de alguna de nuestras amigas, pensé en la fortuna de tenerte, de que yo, y no otra, fuera el amor de tu vida.

Joaquina es diferente. Jamás la vi como una amiga, sino como a alguien que se me había extraviado y al fin encontré. Sé que tú experimentaste lo mismo, y el mutismo sobre este asunto es revelador. Jamás hablamos de lo magnífica que era, nunca elogiamos sus caderas grandiosas, su boca jugosa, su post grado en gerencia ni su gusto por el chardonnay. Jamás dijimos palabra alguna luego de que, los tres al unísono, nos extraviáramos en el éxtasis, convertidos en un sándwich almibarado… Y ahora, es tarde.

Joaquina, en la mitad de un beso me confesó que nos amaba, y yo sé que tú siempre lo has sabido. Justo cuando ambas nos deleitábamos con tus caricias, me susurró que estaba enamorada de “nosotros”. Sé que ese “nosotros” es un eufemismo para hablar de ti, sé que tu mirada la paraliza, que a pesar de que yo la haga vibrar con mis manos y que le encante mi risotto a la milanesa, eres tú, mi amado, quien motiva sus visitas y sus suspiros, sé que es por ti que usa esas encantadoras y demodé medias caladas que la hacen parecer una Betty Boop postmoderna, sé además, que me quiere mucho y que no siente celos de mí, justamente porque sabe que me doy cuenta del candor de sus sentimientos.

Te dejo, cariño, porque puedo compartir tu cuerpo, pero no tu amor. Te dejo porque sabes que te amo y que entiendes que no puedo sino maravillarme porque alguien también te ame. Te dejo porque tú me enseñaste a ser feliz hasta en las turbulencias más desesperanzadoras.

Me voy con Joaquina, me voy a acurrucar en su cama, a sumergirme en su bosque marino para escapar del hecho de que sé que la amas. Así que, si me dejas por ella, allá estaré yo, con ella, esperándote.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Sístole

Cuando mi mamá me fue a parir, a su lado estaba un señor muriendo de un infarto. En el ambulatorio rural donde vi la luz, todos tenían el mismo derecho a nacer o entregar el alma bajo el techo de zinc, atendidos por el médico, sudoroso y perfumado, que cuidaba a los enfermos con una sonrisa muy próxima a la piedad. Mientras yo nacía, el hombre moría, y eso significó que yo nunca le tuviera miedo a la muerte. Mi madre, una santa, quien creía que yo iba a ser una niña, me iba a llamar Kalónice, pero al verme, y al haber escuchado todo el esfuerzo del doctor al tratar de salvarle la vida a aquel hombre, sólo se le quedó grabada una palabra: Sístole. Así me llamó... Creo que le gustaban las esdrújulas.

De niño, mi mamá me alertaba sobre la peligrosidad de la parchita: no sólo era venenosa, sino que antes de matar, enloquecía. Yo me perdía por el monte e iba rumbo a donde se encontraba una mata de esa fruta estupenda, la acidez hecha perfume, y abría los frutos, amarillos y carnosos, para beberme su néctar y retar a la suerte. Al regresar, mi mamá me reprendía -¡Sístole! ¿Dónde estabas? ¡Seguro que te fuiste a comer parchitas!-. Nunca he podido descubrir por qué los maracuchos le tienen tanto miedo a una fruta siendo capaces de comer tumbarranchos.

De adulto fui trapecista, y aunque el vértigo me taladraba el estómago, me sentía bien haciendo algo que a todos aterrorizaba y que para mí era un juego. Luego fui salvavidas, camionero, soldador y furrero. Nunca me sentí en peligro, hasta que la conocí.
La morena de oro de la gaita, la voz ronquita de los Puertos de Altagracia, las curvas más peligrosas de la costa oriental del lago; así era ella, un huracán, un terremoto, un eclipse de luna, y me miraba a mí. -Sistolito, vení- me decía –Decime si estoy afinada- y empezaba a cantar frente a mí como si tuviera permiso de desbaratarme la existencia.

Cuando me di cuenta, la tenía en mi cama, culebreándome el cuello, envenenándome los pensamientos con sus gaitas al oído, y contándome como ella y su familia se mantuvieron con la fábrica de huevos chimbos que dirigió su abuela con mano de hierro hasta minutos antes de irse a la tumba.

Su aroma era cerril, sus orgasmos rebeldes, su alma irascible y tenía los ojos profundos y clarividentes de las mujeres malvadas. Me hizo inmensamente feliz y me destrozó el corazón cuando me dijo –Sistolito, ve, yo soy un espíritu libre y vos sois muy serio, no podemos seguir juntos. Vos agarráis tu camino y yo el mío, así los dos vamos a ser felices- mientras pestañeaba y se pintaba la boca donde me perdí para siempre y me convertí en el estrangulador de mujeres que usted, señor cura, tiene hoy frente a usted. 

domingo, 25 de abril de 2010

La hoja dentro de su cuerpo


Siento el rasgado de la filipina al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan. El rojo comienza a teñir escandalosamente la tela blanca. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne viva, oxigenada, en movimiento. 


Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa
por la herida. Soy una vengadora de mujeres engañadas, de cocineros ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados y yo, su empleada favorita, a quien utilizó, la que sabía más que él, le está dando su merecido. El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo, es para mí como un paroxismo orgásmico. 


No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios. 


Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.

miércoles, 7 de abril de 2010

La Estación del Metro

Ejercicio narrativo in situ en el Taller de Narrativa Imago Mundi de Mharía Vázquez Benarroch que consistió en la elaboración de un relato en quince minutos con pautas designadas.



Usar el metro es una tragedia. Los torniquetes me llegan a la frente, cuando compro los tickets debo saltar para que el vendedor me vea, la gente me pisa en los vagones. Mientras las narices de la mayoría perciben perfumes o en el peor de los casos, alientos, yo debo lidiar con los pestilentes humores humanos que me recuerdan mi destino de célibe, de amorfo, de excepción de la regla.

Tomo el metro todos los días y a pesar de que conozca su dinámica bipolar, siempre espero que ocurra algo, algo que me conmueva: una mujer que me mire con dulzura y me invite a la fiesta de su cuerpo, un niño que me vea a los ojos y me sonría, una moneda en el suelo que me haga pensar en mi buena suerte; pero nada, no pasa nada.

Por eso he decidido tomar mi destino en mis manos, liberarme, hacer de mí un protagonista, un héroe, un caballero andante, gallardo y noble que mata dragones y monstruos, un superhombre que destruye todo lo malo del mundo y lo purifica. Por eso, justo cuando las luces del metro iluminan el túnel oscuro y anuncian su paso por el andén, justo en ese momento, me engrandezco en el gesto magnánimo de traspasar la raya amarilla y acabo, de una vez por todas, con la tragedia de ser un paladín encerrado en ciento diez centímetros de humanidad. 

martes, 30 de marzo de 2010

La Perla


Respiraba con dificultad el aire salado que venía del sur. Livia Drusilla caminaba pesadamente mientras negaba con la cabeza. Apretaba en su mano derecha la perla. Sin llorar, pero con un mar picado en su garganta, arrastraba los pies para llegar al puerto de Barcino donde podría desahogarse a sus anchas.

El nácar entretejido en su laborioso peinado, su pulsera de oro, su saya de lino blanco, el viñedo otorgado por Roma a su esposo por años de fiel servicio al frente de tropas en la Galia, no la salvó de la desgracia. El cúmulo de lágrimas se le arremolinaba en la garganta pero no había llegado al puerto.

Pensaba en Lucina, diosa de los partos, mientras sentía su vientre abultado más pesado que nunca. Las mujeres que regresaban del puerto con las cestas llenas de pescados, pulpos y sepias, sabían lo que Livia Drusilla estaba sintiendo. La noticia llegó como un vendaval: su esposo, un rico comerciante de vinos tintos, había sucumbido ante la furia de Neptuno; cayó de una embarcación frente al mar de las Decápolis y desapareció. Fueron vanos los intentos de recuperar al menos su cadáver; el mar lo devoró.

El mediterráneo apenas canturreaba en un murmullo; su color azul plomo brillaba a la hora prima. Al verlo, Livia Drusilla no lloró como había imaginado, suspiró y se detuvo a contemplar la belleza de la escarcha marina. Dio varios pasos que la acercaron al muelle donde flotaban embarcaciones repletas de cántaros de arcilla rebosantes de aceite de oliva, tigres enjaulados, géneros de Oriente, pájaros de colores y marineros pestilentes y agotados.

No quiso entrar al barco, se encontró con el capitán del navío quien le manifestó su pésame escuetamente y le dijo algo sobre la honorabilidad de su marido. Livia Drusilla escuchaba las palabras como si vinieran de debajo de la tierra, oía el murmullo marino como una llamada. Con lentitud se alejó del lugar y caminó sin rumbo a través del puerto perdiéndose entre las cestas de mejillones y los gritos de los vendedores de morenas y langostas.

Nunca pensó que no tendría que explicar nada, ocho meses de angustia habían desembocado en esta solución que los dioses le habían destinado. Estaba completamente sola y no le debía nada a nadie.

El niño en su vientre se movía mientras ella elevaba mentalmente plegarias de agradecimiento al colérico dios Neptuno que la había salvado de la golpiza definitiva, la que hubiera podido significar el aborto de su hijo y para la cual se había preparado para defenderse como una fiera.

Al fin lloró, de tristeza, de alegría, de alivio, de culpa, mirando el agua azul que se había tragado al hombre feroz y maligno que la llenaba de oro y de moretones, y que se fue pensando que el primogénito que había dejado sembrado en el vientre de Livia Drusilla le pertenecía, cuando en realidad el amor de un hombre, que navegaba en el mismo barco y que le había regalado una perla prometiéndole liberarla a cualquier costo y para siempre, era el origen y fin de su maternidad que estallaba justo en ese momento, al dar a luz a su hijo frente al mar, a la hora sexta. Era una niña, y por amor a la diosa Hécate y a Venus, la llamó Perla.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Hoy

Hoy comencé una aventura, un ejercicio que anhelaba mi alma, un camino sin retorno. Hoy comencé a participar en el taller de narrativa Imago Mundi, de la mano segura y generosa de una gourmet de las palabras: Mharía Vázquez Benarroch. Aquí, en este nuevo hogar virtual, registraré los recovecos que formen las palabras que me habitan y que, en la alquimia del rincón de El Hatillo, consigan salida.