miércoles, 4 de agosto de 2010

La Perla de Barcino


Respiraba con dificultad el aire salado que venía del sur. Livia Drusilla caminaba pesadamente mientras negaba con la cabeza. Apretaba en su mano derecha la perla. Sin llorar, pero con un mar picado en su garganta, arrastraba los pies para llegar al puerto de Barcino donde podría desahogarse a sus anchas. 
El nácar entretejido en su laborioso peinado, su pulsera de oro, su saya de lino blanco, no la salvaron del infortunio. El cúmulo de lágrimas se le arremolinaba en la garganta pero no había llegado al puerto. Sus pasos se entorpecían con el bullicio y la muchedumbre que la abordaba, sus pensamientos eran ambiguos, lo único real eran las ganas de llorar.
Se entregaba a Lucina, diosa de los partos, mientras sentía su vientre abultado más pesado que nunca. Las mujeres que regresaban del puerto con las cestas llenas de pescados, pulpos y sepias, sabían lo que ella estaba sintiendo. La noticia llegó como un vendaval: Cayo Amatio había sucumbido ante la furia de Neptuno; cayó de su embarcación frente al mar de las Decápolis y desapareció. Fueron vanos los intentos de recuperar al menos su cadáver; el mar lo devoró.
El Mediterráneo apenas canturreaba en un murmullo; su color azul plomo brillaba a la hora prima. Al verlo, Livia Drusilla no lloró como había imaginado, suspiró y se detuvo a contemplar la belleza de la escarcha marina. Dio varios pasos que la acercaron al muelle donde flotaban embarcaciones repletas de cántaros de arcilla rebosantes de aceite de oliva, tigres enjaulados, géneros de Oriente, pájaros de colores y marineros pestilentes y agotados. 
El esclavo preparaba el baño para su señora, hojas de tomillo y flores de lavanda infusionadas en agua pura de manantial, un hilo de miel y granos finos de sal; para friccionar la espalda y los pies, aceite de almendras y polvos de avena para el rostro… La saya de lino blanco y el tocado de hilo de oro y nácar para el cabello. Livia Drusilla se sumergió en el agua, pensando en él, en lo lejos que debía estar en ese momento y elevó una plegaria silente a Neptuno, bronco señor de los mares, pidiendo que lo protegiera de las tormentas y lo trajera pronto, mientras acariciaba su vientre prominente tratando de calmar al niño que se movía dentro de él.
Durante los meses de ausencia de Cayo Amatio, ha dedicado sus horas a supervisar el orden de la casa, los debidos rituales religiosos a los ancestros y a la cocina, su lugar de refugio y creación. A pesar de contar con doce esclavos domésticos y varias decenas de esclavos en las viñas, Livia Drusilla siempre ha preferido cocinar y se decidió esa mañana por dátiles cocidos en vino blanco de Tracia, queso ahumado de leche de sus muchas ovejas, y pan de cebada recién horneado en la leña del lar. En sus manos, el pan untado con fino aceite de las olivas de Tarraco le recuerda a su padre muerto meses antes, Publio Druso, de quien heredó una fortuna y un extenso olivar que producía aceite de arbequina dorado y aromático famoso en todo el Adriático. Publio la prometió a los doce años, a un rico productor y exportador de vinos tintos, antiguo y recio general del ejército romano, sin imaginar que estuviera signando el destino de su hija bajo la más profunda de las desgracias.  

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