martes, 30 de marzo de 2010

La Perla


Respiraba con dificultad el aire salado que venía del sur. Livia Drusilla caminaba pesadamente mientras negaba con la cabeza. Apretaba en su mano derecha la perla. Sin llorar, pero con un mar picado en su garganta, arrastraba los pies para llegar al puerto de Barcino donde podría desahogarse a sus anchas.

El nácar entretejido en su laborioso peinado, su pulsera de oro, su saya de lino blanco, el viñedo otorgado por Roma a su esposo por años de fiel servicio al frente de tropas en la Galia, no la salvó de la desgracia. El cúmulo de lágrimas se le arremolinaba en la garganta pero no había llegado al puerto.

Pensaba en Lucina, diosa de los partos, mientras sentía su vientre abultado más pesado que nunca. Las mujeres que regresaban del puerto con las cestas llenas de pescados, pulpos y sepias, sabían lo que Livia Drusilla estaba sintiendo. La noticia llegó como un vendaval: su esposo, un rico comerciante de vinos tintos, había sucumbido ante la furia de Neptuno; cayó de una embarcación frente al mar de las Decápolis y desapareció. Fueron vanos los intentos de recuperar al menos su cadáver; el mar lo devoró.

El mediterráneo apenas canturreaba en un murmullo; su color azul plomo brillaba a la hora prima. Al verlo, Livia Drusilla no lloró como había imaginado, suspiró y se detuvo a contemplar la belleza de la escarcha marina. Dio varios pasos que la acercaron al muelle donde flotaban embarcaciones repletas de cántaros de arcilla rebosantes de aceite de oliva, tigres enjaulados, géneros de Oriente, pájaros de colores y marineros pestilentes y agotados.

No quiso entrar al barco, se encontró con el capitán del navío quien le manifestó su pésame escuetamente y le dijo algo sobre la honorabilidad de su marido. Livia Drusilla escuchaba las palabras como si vinieran de debajo de la tierra, oía el murmullo marino como una llamada. Con lentitud se alejó del lugar y caminó sin rumbo a través del puerto perdiéndose entre las cestas de mejillones y los gritos de los vendedores de morenas y langostas.

Nunca pensó que no tendría que explicar nada, ocho meses de angustia habían desembocado en esta solución que los dioses le habían destinado. Estaba completamente sola y no le debía nada a nadie.

El niño en su vientre se movía mientras ella elevaba mentalmente plegarias de agradecimiento al colérico dios Neptuno que la había salvado de la golpiza definitiva, la que hubiera podido significar el aborto de su hijo y para la cual se había preparado para defenderse como una fiera.

Al fin lloró, de tristeza, de alegría, de alivio, de culpa, mirando el agua azul que se había tragado al hombre feroz y maligno que la llenaba de oro y de moretones, y que se fue pensando que el primogénito que había dejado sembrado en el vientre de Livia Drusilla le pertenecía, cuando en realidad el amor de un hombre, que navegaba en el mismo barco y que le había regalado una perla prometiéndole liberarla a cualquier costo y para siempre, era el origen y fin de su maternidad que estallaba justo en ese momento, al dar a luz a su hijo frente al mar, a la hora sexta. Era una niña, y por amor a la diosa Hécate y a Venus, la llamó Perla.