El día de su matrimonio, Cayo Amatio sacrificó veinticinco machos cabríos a la bella Juno para la buena suerte en el tálamo nupcial y larga prosperidad en el matrimonio, desposaba a la hija de un próspero mercader, quien además de joven tenía el aspecto de las mujeres fértiles y bellas de las tierras tibias de los límites occidentales del Imperio. Esa noche, Livia Drusilla, a pesar de los esfuerzos de engaño y disimulo, no pudo evitar la golpiza y el riesgo de ser devuelta por no ser virgen. Cayo lo notó de inmediato pese a haber bebido varias jarras de hidromiel de su selección personal y si no la desterró como era su derecho, fue porque sintió compasión en el último momento, de la cara ya amoratada y el gesto desvalido de su valiosa presa.
No tenía recuerdo de la primera vez que lo vio, parecía haber estado en su vida desde siempre, como una presencia indefinida, un poco triste. En su niñez, Livia Drusilla escapaba a refugiarse de su soledad de hija única sin madre a estofar con Áurea mientras Lauro, estudiaba el cielo nocturno e identificaba la posición de las estrellas.
Su nodriza, la esclava Áurea, cuidaba de ella y de su hijo con igual devoción, a ambos los inició en los misterios de los ritos religiosos y mientras que a Livia Drusilla la entregó a Venus Genetrix, a él lo entregó a Neptuno para hacerlo fuerte, para que en el mar consiguiera el sentido de su vida. Ambos crecieron bajo el manto protector de la dulce Áurea, hasta que ella logró comprar su libertad e instaló una pequeña y primorosa thermopolia, un lugar cálido saturado de perfumes comestibles, donde discretos prodigios culinarios salían de su cocina: pajaritos cocidos en salsa de alcaparras de Hispania, corderos cebados perfumados al laurel, jabalí de Libia en salsa de ciruelas, olivas marinadas en ajo y orégano, y para clientes adinerados y caprichosos, su especialidad, pavo real en su plumaje. 

Lauro, el hijo liberto de Áurea, creció creyendo que Livia Drusilla era su hermana, compartían las atenciones de la buena nodriza, el alimento, los juegos y eso continuó durante toda la infancia hasta que un día, la verdad se le manifestó como un golpe certero en el centro del pecho cuando supo que, a los doce años, el padre de Livia Drusilla la había prometido a un extranjero de fortuna rebosante y que hubiera podido ser su abuelo. Toda la verdad se le hizo espuma en las venas al imaginarse su futura vida sin ella y así tomó la primera decisión crucial de su adultez, revelarle el secreto de su alma aturdida por el pavor de perderla. Livia Drusilla le respondió con llanto y con la promesa de matarse si se concretaba el matrimonio porque en ella también habitaba el amor gracias al dardo de Cupido. Concibieron planes de escape, fantasías de huídas, pidieron ayuda a Áurea quien les prohibió la fuga y los amenazó con delatarlos sólo por el pánico de las consecuencias, perder a Livia Drusilla, la hija de su leche y ver desmembrado y arrastrado el cuerpo de su hijo, carne de su carne. En el delirio de la complicidad, ella consiguió valor para corresponderle el amor a Lauro quien juró evitar el matrimonio, pero el peso del poder de Publio Druso y de Cayo Amatio los devolvió a la realidad el día que Livia Drusilla no volvió a la thermopolia a cocinar pajaritos o a amasar pan.
Cayo intentaba mitigar los golpes de los primeros años de convivencia, con regalos en oro, perfumes y especias que Livia Drusilla amaba usar profusamente en sus fogones. Luego se convirtieron en cotidianas las palizas, que ella disimulaba con cremas de nácar traídas de Alejandría, períodos largos de encierro y un mutismo que su esposo confundió muchas veces con extravíos del alma cercanos a la locura de la Pitia. Cuando se hacía al mar, Cayo suplicaba perdón a ella y a todos los dioses, y prometía que al volver todo sería distinto. Al regreso, alguna vacilación en el habla de Livia Drusilla, una tardanza en responder, un suspiro suelto, despertaba la furia titánica y el golpe caía sin piedad en la esposa que varias veces intentó y nunca logró escapar, presa de su propia mansedumbre.
El matrimonio de Livia Drusilla marcó un segundo destino. En el abatimiento que le produjo, Lauro decidió irse al mar a conjurar la tristeza con salitre del Mediterráneo. Se embarcó a precio en travesías eternas, peligrosas, cruzó varias veces los mares del Sur, conoció las extravagantes tierras de la lejana Asia, se entregó al amor equívoco de las hetairas de los múltiples puertos y en el inconmensurable azul marino consiguió atenuar sus ganas de morir una y otra vez, y sin embargo la llamada de su tierra le hería los sueños, después de varios años, volvió a Barcino. Al principio quiso mantenerse distante de Livia Drusilla, pero un día, Áurea, leyendo el alma de su hijo, lo animó a que retara la suerte y se acercara a ella.
Al terminar el baño, la esclava del vestido se acercó y untó de bálsamo perfumado de azahar el vientre de su ama. En la semi penumbra del gineceo, el tibio aroma de las velas de vainilla casi la llevaban de nuevo a los brazos del Dios Somnus; su estado avanzado de gravidez le entorpecía la respiración y Livia Drusilla se recostó en su cama e intentó relajarse pensando en él, lo imaginó lanzando las redes desde el barco para pescar. Habían pasado seis meses desde que el navío de mercancías partió y las palabras de su promesa le retumbaban en los oídos aún, “cueste lo que cueste”. Un reventar de puertas las sobresaltó a ambas, esclava y ama se acercaron a la entrada de la habitación lentamente, hombres y mujeres gritaban confusamente pidiendo clemencia a los dioses, la fiera imagen de las Parcas, irrumpió sin piedad en la mansión de los Druso.
Nunca pensó que podría librarse de dar explicaciones. Seis meses de angustia habían desembocado en esta solución que los dioses del Olimpo le habían destinado. Estaba completamente sola y no le debía nada a nadie.
El niño en su vientre se movía inquieto mientras ella elevaba mentalmente plegarias de agradecimiento al colérico Dios Neptuno que la había salvado de la golpiza definitiva, la que hubiera podido significar el aborto de su hijo y para la cual se había preparado para defenderse como una fiera, contra la vieja mano de Cayo Amatio.
Al fin lloró, de tristeza, de alegría, de alivio, de culpa, mirando el agua azul que se había tragado al hombre feroz y maligno que la llenaba de oro y de golpes, y que entró al Averno pensando que el primogénito que había dejado sembrado en el vientre de Livia Drusilla le pertenecía, cuando en realidad fue el amor de Lauro, marinero del mismo barco, quien le había regalado una perla prometiéndole liberarla “cueste lo que cueste” y para siempre, origen y fin de su maternidad, maternidad que estallaba justo en ese momento, al dar a luz a su hijo frente al mar, a la hora sexta. El perdón de la Diosa vino envuelto en sangre clara, era una niña y por amor a la diosa Cunina y a Venus Genetrix, la llamó Perla.
5 comentarios:
Bellísimo relato Karina...
Mi querida hermana literaria, sus palabnran han habitado lo más profundo de mi ser con tan sublime cuento. No podía ser de otra manera cuando son palabras llenas de pasión las que te habitan. Deseo todo el éxito del mundo.
Karina, este cuento me gustó muchísimo desde sus inicios. Ahora ampliado veo que tenía mucho más que dar. A lo mejor hasta nos puedes regalar algo más de la vida de Livia Drusilla y su Perla. Te felicito!!
A veces los caminos de la vida son tan extraños que hacen que la misma sea una aventura de encuentros y desencuentros.
Muy bueno, es una viaje...no un destino.
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