sábado, 24 de julio de 2010

Helada Eternidad

Para mi hermano Jack

Tenía un mapa olfativo de Mérida y sus alrededores; por los efluvios, sabía con exactitud dónde estaban sus congéneres de la camarilla y los seres humanos: ganado palpitante en donde corría, fragante y dulce, la sangre, leit motiv de su existencia.

Mora, a media noche, cuidaba de sus rosas y aspiraba el perezoso perfume que de ellas emanaba. Desde que había sido abrazado por un vástago belga en 1811, había adquirido la sed persistente, la intensificación de sus sentidos y una sensibilidad exacerbada por el arte y la belleza. Quedó ciego de un ojo en su niñez de humano y su visión fue limitada hasta que conoció el deleite ambiguo de la inmortalidad entregada por Jean Luc, quien, además de agudizarle la vista y sobre todo el olfato, le hizo un regalo mayúsculo al otorgarle la posibilidad inaudita, de comer y degustar no sólo sangre, sino todo lo que se le antojara, sólo por el placer de la lengua.

Le gustaba sentir las espinas de las rosas en sus dedos, era una sensación que le recordaba su vida, la que había vivido cuando el oxígeno enrojecía su propia sangre y el miedo a morir era su brújula para evadir los peligros de la guerra contra el imperio español. Presenció la prisión y muerte de su querido Miranda, y, aunque ya en ese tiempo pertenecía a la camarilla, ese fue el último dolor, resto de sus sentimientos humanos, que lo abatió para siempre y le hizo ver la vida con cinismo y desencanto. De su vida humana no hablaba nunca, de la no humana tampoco… Desde que recibió el abrazo punzante y doloroso de la inmortalidad, había descubierto que el aquí y el ahora eran los recursos para librarse de los tormentos del recuerdo.

El otro placer de Mora era caminar la montaña. Casi todas las noches sentía el llamado de la tierra como un rumor interno y se adentraba serenamente en lo que él recordaba como el verdor. Cazaba luciérnagas por el puro placer de tener frente a sí una fuente de luz natural inofensiva, percibía el aroma de La Mucuy Baja como una mezcla de yagrumo, azahar y leche de vaca, de tanto caminarla, se atrevía a cerrar los ojos y guiarse sólo por su ancestral olfato que lo convertía en el dueño de la noche.

En la nocturna soledad del cerro encontraba una hermosura sombría y melancólica, pero llena de vida. El nervioso andar de los escorpiones, el siseo casi imperceptible de las culebras que se escondían a su paso, el vuelo de las lechuzas, los ancianos eucaliptos que murmuran con el viento helado, y la vista del estrecho valle de la ciudad, iluminado y silencioso, le daban la sensación de ser una criatura natural, y durante esos momentos se detenía el agobiante y antiguo dolor de no pertenecer ni siquiera a los de su mismo linaje.

El aroma de Tibisay, mezcla de jazmín y clavo dulce, le avisa que ella se acerca y calcula que en dos horas llegará a El Rosal, su finca sembrada el corazón de la cordillera andina. Es probable que venga con pedidos de rosas y las cuentas pagadas. Camina hacia la casa y desciende a la bodega que contiene varios cientos de botellas llenas del elixir sanguíneo que lo mantiene vivo y lejos de la forma más primitiva de alimentación de su especie: la mordida en la yugular. Redondo, con ese dejo almibarado y terso de la niñez, el elixir cuatrocientos cincuenta y seis es paladeado por Mora que cierra los ojos e imagina a la niña, morena, regordeta y sonriente, dueña del noventa y nueve por ciento de esa sangre; el uno por ciento restante le pertenece a él, es su contribución para convertir la sangre humana, perecedera y con tendencia a la coagulación, en un fluido néctar de frescura inefable.

Tibisay recorre a medianoche la carretera trasandina, el frío del páramo le causa buen humor y disfruta de la solitaria y curvilínea extensión de tierra que se abre a su paso. Nunca ha salido de Mérida y piensa de sí misma que sólo puede vivir a baja temperatura y con poco oxígeno. Haberse convertido en ghoul de Mora le había traído beneficios a los cuales jamás hubiera podido tener acceso de no haber bebido de la herida en la muñeca pálida del dueño del rosal más fructífero del país. Continuaba siendo humana, pero había adquirido una enorme fuerza física, salud inmutable y la capacidad de leer la mente de todos los que ella viera, a excepción de Mora. Encargarse de los rutinarios y demasiado humanos detalles como pagar la electricidad, cobrar los cheques, contratar trabajadores y negociar las rosas, era un mínimo precio a pagar para disfrutar del goce de saberse fuerte y conocer los secretos de los corazones de los demás. Había desarrollado, luego de enterarse de las bajezas y luces humanas, un tipo de compasión por el prójimo, porque había descubierto que todos sufrían por las mismas razones.

El clavo dulce y el jazmín eran casi palpables, así que Mora encendió con su pensamiento, las luces del jardín para que entrara sin dificultad. Se saludaron fríamente y revisaron las cuentas del rosal. Mora siempre lamentó la condición asexuada de su estirpe, pues Tibisay no sólo le parecía hermosa, la había elegido como ghoul por su gracia y cierto desparpajo al hablar producto de su inteligencia. Tibisay estaba, por su lado, no sólo poseída por el encantamiento que la sangre de Mora producía en sus venas al correr por ellas, sino por el asombro que le causaba cierta tibieza en la piel del vástago de corazón pétreo, cabello negro y nariz perfilada y por la fascinación que le producía el hecho de que él había visto pasar buena parte de la historia del país frente a él.

Luego de quince años de conocerlo, Tibisay siempre ha coqueteado con él, aunque sabe que no puede obtener más que una mirada indulgente y una media sonrisa. Mora cierra los ojos al percibir la emanación de feromonas mezcladas con perfume y restos de sudor y se compadece a sí mismo por no tener en su cuerpo la capacidad de producir semejante exhalación de aroma exquisito. Hablan sobre los próximos pedidos de flores y sobre un cuadro de Ramón Chirinos, el magistral pintor larense, que Mora quiere comprar para su desordenada y muy bien nutrida colección. Al acercarse el amanecer, se despide de Tibisay tomándole la nariz entre sus dedos como lo ha hecho siempre, desde el día que la conoció y se retira a su habitación, a dormir en su seguro ataúd, el sueño diurno de su no vida inmortal sabiendo que ella estará ahí para cuidarlo...

Helada Eternidad II parte




-Crema de berros de la orilla del caño, Mora. Un carré de cerdo con salsa de chocolate y una panna cotta, con sirope de tus rosas- dice sonriendo Tibisay con su fuerte acento de La Mucuy Baja, mientras él la mira fijamente y le pide que le sirva de inmediato. Ambos se sientan a comer y entran en el espacio que más los une, el gastronómico. Una copa del elixir corona el plato de él, agua fría el de ella. Ambos comen despacio, sabiendo el placer que el otro está sintiendo, incluso se permiten el gesto lúdico de darse comida en la boca. Mora le dice que la pimienta es el canto de la naturaleza comprimido en una semilla, ella ríe y responde que opina lo mismo del jengibre. –Eres una cocinera extraordinaria, Tibi- y aunque ella ha oído la misma expresión un sin fin de veces, expele un perfume de caramelo que típicamente acompaña a su rubor.

Luego del banquete, una taza de café guayoyo con canela y una conversación a la luz de la luna que se asoma en el perfil del cerro, y del fulgor de las rosas que brillan en su rojo feroz. A Tibisay, su condición de ghoul le sienta bien. Antes de mezclar su sangre con la de Mora, era una mujer delgada, pálida y enfermiza. Solitaria por vocación, el vínculo con Mora le calzó como un anillo a su dedo deseoso de una compañía que no la esclavizara con amor. La voz grave y profunda, las manos pausadas, la inclinación al hedonismo, le parecían a ella cualidades de su carácter que lo hacían una exquisitez, aunque imposible de degustar. Sublimaba su deseo de él escuchándolo atentamente, acompañándolo en sus paseos, complaciendo sus siempre enrevesados deseos culinarios y demostrándole sin pudor que si estuviera vivo, él sería el amor de su vida.

En noches con estas, Mora se pone nostálgico, sabe que seduce a Tibisay con sus historias, habla de lo difícil que es ser inmortal, de lo hermosa que recuerda la luz del sol, de la belleza que descubrió en la vida justo cuando la perdió. Habla también sobre lo afortunado que es como vástago, sobre la vitalidad que descubre en el monte cada vez que lo camina, sobre su bodega llena de elíxires de distintos sabores, bouquets y orígenes, de cómo se burlan de él sus hermanos de la camarilla por preferir beber el elixir de una copa y haber abandonado la costumbre primigenia de succionar del cuello humano.

–El elixir es un misterio. Llegué a él haciendo muchos experimentos, hasta que al fin logré lo que buscaba, sangre fresca, untuosa y perpetua, pero esas no son sus únicas cualidades- Dice el vástago, ejercitando su capacidad seductora –El elixir, mi querida Tibi, tiene un poder que ni a ti ni a mí nos hace falta- hace una pausa larga, calculando el impacto que generará en ella el secreto que le revelará.

Del páramo baja un viento helado y ronco que se cuela por las ventanas de la casa, Tibisay se frota las manos y mira a Mora con curiosidad, jamás lo había oído hablar en un tono tan íntimo y con el ánimo de revelar secretos –Tu salsa de chocolate me llegó hasta el alma y me puso hablador- dice, guiñándole un ojo. –Tibi, ¿sabes cuál es la característica más notable del elixir?- Ella niega genuinamente con la cabeza. –Mi experimento dio como resultado una paradoja, añadir una minúscula gota de mi sangre a una botella de sangre humana resultó en lo que el ganado llama “panacea”. Es un fluído que concentra un poder regenerativo tan vital que es capaz de curar a los humanos hasta del sida-. La última palabra retumba en sus oídos. El vértigo de conocer un secreto que puede cambiar el rumbo de la historia le hela las manos a Tibisay. Ni siquiera lo que siente por Mora, ni su sangre en su torrente sanguíneo, evitan el pensamiento de una humanidad saludable, redimida por el contrasentido de salvarse de la enfermedad por la acción de un vástago, egoísta y frío al punto de haber visto padecer al mundo de plagas terribles sin hacer nada al respecto.     

La vanidad de Mora lo hace cometer un error al interpretar como admiración, y no como odio, el aroma a mango maduro de Tibisay –El ganado no merece salvarse ¿no es cierto? Los humanos no son sólo tontos sino autodestructivos, no tengo ninguna buena razón para compartir mi elixir con ellos-.

La nariz entre los dedos, la despedida hasta mañana, Mora caminando hacia su ataúd y el aturdimiento que vibra en su estómago hacen que Tibisay tome la decisión de su vida.
A las nueve de la mañana, entra en la bodega, almacena las quinientas setenta y dos botellas de elixir en cajas, recibe a un camión de mudanzas y envía el tesoro líquido al lugar que ella supuso más seguro: la catedral de Mérida. Pide en una carta que hagan análisis químicos al elixir, que no puede develar su origen, que es un milagro hecho sangre y que curará a millones de personas.

A las seis de la tarde, exhausta, ve al sol por última vez, sabe que la ira de Mora la consumirá y admite que eso es lo que siempre ha querido. Mira las rosas y piensa en lo que abandona, en el cambio que sufrirá y en que dejará de sentir compasión o amor. Se despide de su vida mortal, de sus apegos, de sus miedos terrenos y sube a la montaña, donde Mora la encontrará y la abrazará al fin para acabar con la agonía de tener un corazón vivo que ama ineluctablemente a un vampiro… Y abre las puertas del infierno helado de la eternidad.