sábado, 24 de julio de 2010

Helada Eternidad II parte




-Crema de berros de la orilla del caño, Mora. Un carré de cerdo con salsa de chocolate y una panna cotta, con sirope de tus rosas- dice sonriendo Tibisay con su fuerte acento de La Mucuy Baja, mientras él la mira fijamente y le pide que le sirva de inmediato. Ambos se sientan a comer y entran en el espacio que más los une, el gastronómico. Una copa del elixir corona el plato de él, agua fría el de ella. Ambos comen despacio, sabiendo el placer que el otro está sintiendo, incluso se permiten el gesto lúdico de darse comida en la boca. Mora le dice que la pimienta es el canto de la naturaleza comprimido en una semilla, ella ríe y responde que opina lo mismo del jengibre. –Eres una cocinera extraordinaria, Tibi- y aunque ella ha oído la misma expresión un sin fin de veces, expele un perfume de caramelo que típicamente acompaña a su rubor.

Luego del banquete, una taza de café guayoyo con canela y una conversación a la luz de la luna que se asoma en el perfil del cerro, y del fulgor de las rosas que brillan en su rojo feroz. A Tibisay, su condición de ghoul le sienta bien. Antes de mezclar su sangre con la de Mora, era una mujer delgada, pálida y enfermiza. Solitaria por vocación, el vínculo con Mora le calzó como un anillo a su dedo deseoso de una compañía que no la esclavizara con amor. La voz grave y profunda, las manos pausadas, la inclinación al hedonismo, le parecían a ella cualidades de su carácter que lo hacían una exquisitez, aunque imposible de degustar. Sublimaba su deseo de él escuchándolo atentamente, acompañándolo en sus paseos, complaciendo sus siempre enrevesados deseos culinarios y demostrándole sin pudor que si estuviera vivo, él sería el amor de su vida.

En noches con estas, Mora se pone nostálgico, sabe que seduce a Tibisay con sus historias, habla de lo difícil que es ser inmortal, de lo hermosa que recuerda la luz del sol, de la belleza que descubrió en la vida justo cuando la perdió. Habla también sobre lo afortunado que es como vástago, sobre la vitalidad que descubre en el monte cada vez que lo camina, sobre su bodega llena de elíxires de distintos sabores, bouquets y orígenes, de cómo se burlan de él sus hermanos de la camarilla por preferir beber el elixir de una copa y haber abandonado la costumbre primigenia de succionar del cuello humano.

–El elixir es un misterio. Llegué a él haciendo muchos experimentos, hasta que al fin logré lo que buscaba, sangre fresca, untuosa y perpetua, pero esas no son sus únicas cualidades- Dice el vástago, ejercitando su capacidad seductora –El elixir, mi querida Tibi, tiene un poder que ni a ti ni a mí nos hace falta- hace una pausa larga, calculando el impacto que generará en ella el secreto que le revelará.

Del páramo baja un viento helado y ronco que se cuela por las ventanas de la casa, Tibisay se frota las manos y mira a Mora con curiosidad, jamás lo había oído hablar en un tono tan íntimo y con el ánimo de revelar secretos –Tu salsa de chocolate me llegó hasta el alma y me puso hablador- dice, guiñándole un ojo. –Tibi, ¿sabes cuál es la característica más notable del elixir?- Ella niega genuinamente con la cabeza. –Mi experimento dio como resultado una paradoja, añadir una minúscula gota de mi sangre a una botella de sangre humana resultó en lo que el ganado llama “panacea”. Es un fluído que concentra un poder regenerativo tan vital que es capaz de curar a los humanos hasta del sida-. La última palabra retumba en sus oídos. El vértigo de conocer un secreto que puede cambiar el rumbo de la historia le hela las manos a Tibisay. Ni siquiera lo que siente por Mora, ni su sangre en su torrente sanguíneo, evitan el pensamiento de una humanidad saludable, redimida por el contrasentido de salvarse de la enfermedad por la acción de un vástago, egoísta y frío al punto de haber visto padecer al mundo de plagas terribles sin hacer nada al respecto.     

La vanidad de Mora lo hace cometer un error al interpretar como admiración, y no como odio, el aroma a mango maduro de Tibisay –El ganado no merece salvarse ¿no es cierto? Los humanos no son sólo tontos sino autodestructivos, no tengo ninguna buena razón para compartir mi elixir con ellos-.

La nariz entre los dedos, la despedida hasta mañana, Mora caminando hacia su ataúd y el aturdimiento que vibra en su estómago hacen que Tibisay tome la decisión de su vida.
A las nueve de la mañana, entra en la bodega, almacena las quinientas setenta y dos botellas de elixir en cajas, recibe a un camión de mudanzas y envía el tesoro líquido al lugar que ella supuso más seguro: la catedral de Mérida. Pide en una carta que hagan análisis químicos al elixir, que no puede develar su origen, que es un milagro hecho sangre y que curará a millones de personas.

A las seis de la tarde, exhausta, ve al sol por última vez, sabe que la ira de Mora la consumirá y admite que eso es lo que siempre ha querido. Mira las rosas y piensa en lo que abandona, en el cambio que sufrirá y en que dejará de sentir compasión o amor. Se despide de su vida mortal, de sus apegos, de sus miedos terrenos y sube a la montaña, donde Mora la encontrará y la abrazará al fin para acabar con la agonía de tener un corazón vivo que ama ineluctablemente a un vampiro… Y abre las puertas del infierno helado de la eternidad. 

1 comentario:

Elena lópez Meneses dijo...

Mi admirable amiga excente tu relato, la primera parte me gustó, la segunda me subyugó, celebro Karina la manera de analogar los aromas de la naturaleza con las emociones humanas
salud amiga,,,por el elixir de tus éxitos
besos