Para mi hermano Jack
Tenía un mapa olfativo de Mérida y sus alrededores; por los efluvios, sabía con exactitud dónde estaban sus congéneres de la camarilla y los seres humanos: ganado palpitante en donde corría, fragante y dulce, la sangre, leit motiv de su existencia.

Le gustaba sentir las espinas de las rosas en sus dedos, era una sensación que le recordaba su vida, la que había vivido cuando el oxígeno enrojecía su propia sangre y el miedo a morir era su brújula para evadir los peligros de la guerra contra el imperio español. Presenció la prisión y muerte de su querido Miranda, y, aunque ya en ese tiempo pertenecía a la camarilla, ese fue el último dolor, resto de sus sentimientos humanos, que lo abatió para siempre y le hizo ver la vida con cinismo y desencanto. De su vida humana no hablaba nunca, de la no humana tampoco… Desde que recibió el abrazo punzante y doloroso de la inmortalidad, había descubierto que el aquí y el ahora eran los recursos para librarse de los tormentos del recuerdo.
El otro placer de Mora era caminar la montaña. Casi todas las noches sentía el llamado de la tierra como un rumor interno y se adentraba serenamente en lo que él recordaba como el verdor. Cazaba luciérnagas por el puro placer de tener frente a sí una fuente de luz natural inofensiva, percibía el aroma de La Mucuy Baja como una mezcla de yagrumo, azahar y leche de vaca, de tanto caminarla, se atrevía a cerrar los ojos y guiarse sólo por su ancestral olfato que lo convertía en el dueño de la noche.
En la nocturna soledad del cerro encontraba una hermosura sombría y melancólica, pero llena de vida. El nervioso andar de los escorpiones, el siseo casi imperceptible de las culebras que se escondían a su paso, el vuelo de las lechuzas, los ancianos eucaliptos que murmuran con el viento helado, y la vista del estrecho valle de la ciudad, iluminado y silencioso, le daban la sensación de ser una criatura natural, y durante esos momentos se detenía el agobiante y antiguo dolor de no pertenecer ni siquiera a los de su mismo linaje.
El aroma de Tibisay, mezcla de jazmín y clavo dulce, le avisa que ella se acerca y calcula que en dos horas llegará a El Rosal, su finca sembrada el corazón de la cordillera andina. Es probable que venga con pedidos de rosas y las cuentas pagadas. Camina hacia la casa y desciende a la bodega que contiene varios cientos de botellas llenas del elixir sanguíneo que lo mantiene vivo y lejos de la forma más primitiva de alimentación de su especie: la mordida en la yugular. Redondo, con ese dejo almibarado y terso de la niñez, el elixir cuatrocientos cincuenta y seis es paladeado por Mora que cierra los ojos e imagina a la niña, morena, regordeta y sonriente, dueña del noventa y nueve por ciento de esa sangre; el uno por ciento restante le pertenece a él, es su contribución para convertir la sangre humana, perecedera y con tendencia a la coagulación, en un fluido néctar de frescura inefable.
Tibisay recorre a medianoche la carretera trasandina, el frío del páramo le causa buen humor y disfruta de la solitaria y curvilínea extensión de tierra que se abre a su paso. Nunca ha salido de Mérida y piensa de sí misma que sólo puede vivir a baja temperatura y con poco oxígeno. Haberse convertido en ghoul de Mora le había traído beneficios a los cuales jamás hubiera podido tener acceso de no haber bebido de la herida en la muñeca pálida del dueño del rosal más fructífero del país. Continuaba siendo humana, pero había adquirido una enorme fuerza física, salud inmutable y la capacidad de leer la mente de todos los que ella viera, a excepción de Mora. Encargarse de los rutinarios y demasiado humanos detalles como pagar la electricidad, cobrar los cheques, contratar trabajadores y negociar las rosas, era un mínimo precio a pagar para disfrutar del goce de saberse fuerte y conocer los secretos de los corazones de los demás. Había desarrollado, luego de enterarse de las bajezas y luces humanas, un tipo de compasión por el prójimo, porque había descubierto que todos sufrían por las mismas razones.
El clavo dulce y el jazmín eran casi palpables, así que Mora encendió con su pensamiento, las luces del jardín para que entrara sin dificultad. Se saludaron fríamente y revisaron las cuentas del rosal. Mora siempre lamentó la condición asexuada de su estirpe, pues Tibisay no sólo le parecía hermosa, la había elegido como ghoul por su gracia y cierto desparpajo al hablar producto de su inteligencia. Tibisay estaba, por su lado, no sólo poseída por el encantamiento que la sangre de Mora producía en sus venas al correr por ellas, sino por el asombro que le causaba cierta tibieza en la piel del vástago de corazón pétreo, cabello negro y nariz perfilada y por la fascinación que le producía el hecho de que él había visto pasar buena parte de la historia del país frente a él.
